Algunos barrios de muchas ciudades del mundo se están convirtiendo en escaparates alimentarios artificiales. La conocida como «gentrificación alimentaria» modifica los hábitos de consumo e incide en la salud de los ciudadanos.
Artículo de ESTHER PEÑAS en ETHIC (11.02.2019)
Gentrificación. La palabra (incómoda, larga, poco estética y nada eufónica) ya es de uso común. Dícese del proceso por el cual la población original de un barrio, por lo general céntrico y popular, es progresivamente desplazada por otra de un nivel adquisitivo mayor. En el proceso se produce una previa desinversión y deterioro económico seguido de una revitalización y modernización de la zona.
Esta práctica, que acentúa las desigualdades sociales, es poliédrica. Uno de los ángulos desde el que puede analizarse es el alimentario. Fuhem Ecosocial, entidad independiente dedicada a la reflexión crítica e interdisciplinar de los retos de la sostenibilidad, cohesión social y democracia, acaba de publicar el informe Gentrificación, privilegios e injusticia alimentaria. Con él denuncia que numerosos barrios de todas las ciudades del mundo se están convirtiendo en «escaparates alimentarios artificiales».
Un ejemplo. La Barceloneta. Históricamente, los vecinos en este barrio portuario vivían de la pesca y habitaban edificios modestos; después de décadas de vigorizar y robustecer la zona, este barrio se ha convertido en uno de los principales focos turísticos de la ciudad, con viviendas de lujo y una primera línea de mar reconvertida. La cocina tradicional ha sido desplazada por marisquerías al aire libre y bares de tapas que obtienen sus materias primas de puertos ajenos. «Han secuestrado el paisaje alimenticio», asegura el informe.
El concepto de ‘gentrificación alimentaria’ se utilizó por vez primera en 2014, en un tuit de la bloguera feminista negra Mikki Kendall: «Cuando hablamos de #gentrificaciónalimentaria estamos hablando de las consecuencias que tiene el hecho de que la comida característica de comunidades pobres se ponga de moda». Es decir, la gentrificación alimentaria provoca que comida de la que se abastecen los obreros (o, si resulta demasiado obsoleto el término, léase clase media) se reoriente a colectivos aburguesados, con alto poder adquisitivo. Eso modifica los hábitos alimenticios e incide en la salud de muchos ciudadanos.
Los mercados de abastos
Uno de los capítulos del informe de Fuhem se dedica a una práctica que a nadie que viva en una gran ciudad le ha pasado inadvertida: la gourmetización de los mercados de abastos. En su mayoría, los mercados de abastos se construyeron entre la segunda mitad del siglo XIX y principios del XX, contado con la participación del Estado en su organización y regulación. Cumplían una función de espacio público, destinado a la compra de productos básicos a precios asequibles.
A partir de los años setenta, los mercados de abastos entran en un declive que les confiere una actividad fantasmagórica: edificios anticuados, galerías vacías, puestos cerrados, cierres maltrechos… Piensen en el madrileño Mercado San Miguel, forjado en hierro y abierto en 1916. En pleno centro de la capital. Hoy las guías turísticas lo califican de «meca de los sibaritas». Abre hasta las dos de la mañana, y cualquier parecido con lo que debe de ser un mercado es casi casualidad. Lo que abundan son los puestos de degustación y de comida preparada. El género fresco se vende a precios astronómicos. Lo mismo sucede con el Mercado de San Antón y tantos otros distribuidos por toda la geografía.